lunes, 13 de julio de 2009

Temps era temps

Artículo publicado en la Revista Arg Express del mes de julio de 2009

Hemos tenido la suerte, a lo largo de la historia de nuestra especie, de poder manejar algunas variables para interactuar con el medio. Pero no todas son manejables, algunas se nos escapan de las manos. Por ejemplo, el tiempo. Para intentar entenderlo, podemos buscar explicaciones desde la física o desde la filosofía pero la mejor definición la vamos viviendo día a día, hora a hora… segundo a segundo. El tiempo, el implacable –el que pasó, como decía Mercedes Sosa-, nos recuerda constantemente que el presente es una ilusión –a medida que vamos viviéndolo se nos transforma en pasado-, que el futuro es incierto –siempre lo fue, pero si leemos los diarios, lo es aun más- y que el pasado nos determina, nos dice quiénes somos –mal que les pese a los negadores-. Más de uno ha soñado con detener el tiempo pero aun cuando lo lograra, durante ese lapso también habría pasado tiempo. Por otra parte, también hay soñadores que fantasean con volver al pasado… ¡Qué bonito sería! Poder cambiar cosas o corregir errores cometidos por el desconocimiento o por la inexperiencia.
Él, muy sutilmente, nos va haciendo cambiar y nos recuerda insidiosamente lo inevitable: no poder dominarlo. Pero esa sería un visión demasiado trágica o demasiado actual. Hay otra forma de pensarlo, de disfrutarlo.
No sabemos muy bien por qué, pero tenemos la impresión de que el tiempo se nos va pasando, se nos escapa. Seguramente, como en la mayoría de las cosas, hay muchas causas que nos llevan a tener esa sensación. Y los que somos más reflexivos nos detenemos –vaya ilusión- a pensar en nuestro tiempo, en el paso de nuestro tiempo. Otros, lo han hecho con talento, con sutileza, con esa capacidad de decir cosas entre líneas.
“Pienso en los gestos olvidados, en los múltiples ademanes y palabras de los abuelos, poco a poco perdidos, no heredados, caídos uno tras otro del árbol del tiempo (…). Como las palabras perdidas de la infancia, escuchadas por última vez a los viejos que se iban muriendo (…) . Como las músicas del momento, los valses del año veinte, las polkas que enternecían a los abuelos.
Pienso en esos objetos, esas cajas, esos utensilios que aparecen a veces en graneros, cocinas o escondrijos, y cuyo uso ya nadie es capaz de explicar. Vanidad de creer que comprendemos las obras del tiempo: él entierra sus muertos y guarda las llaves. Sólo en sueños, en la poesía, en el juego, (…), nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos.” Rayuela, Julio Cortázar.
Pero claro, en la época actual, presumimos con cierta impertinencia de nuestra juventud; y como los mensajes constantes nos dicen que tenemos que vivir el momento –ciertamente, ciertamente- no pensamos en nuestro tiempo ni en el de los otros. Y cuando vemos que hay otros que son mayores… a veces los ignoramos. No tenemos tiempo para dedicarles. Como si realmente fueran diferentes… porque, en última instancia, como dijo alguna vez Serrat: “la diferencia entre ellos y nosotros es que ellos llegaron antes”.
Pero la ciencia y la tecnología, sumadas a la vanidad del ser humano; han hecho buenos intentos para salvaguardar el divino tesoro: la juventud. Hace poco iba caminando por la calle y me crucé con una señora mayor con varias operaciones estéticas –que eran evidentes- y pensé: ¿qué diferencia hay entre esta señora y otra que no ha pasado por el bisturí? No sé si hay muchas, pero sí hay una que es evidente; salta a la vista: las dos son señoras mayores, una está operada y la otra no.
En la antigüedad, se veneraba a los ancianos. Eran los que tenían más experiencia y poseían la sabiduría de haber vivido más. Algunas cosas hemos heredado de esas sociedades, por ejemplo, en Argentina para ser senador hay que tener como mínimo 30 años (bueno, mucho no hemos heredado…) en tanto que para ser diputado sólo basta con tener 25. Esto viene del Derecho Romano: el Senado estaba compuesto por ancianos, gente mayor respetada por su experiencia y su sabiduría.
¿Pero qué lugar le da a los ancianos nuestra sociedad moderna? Buena pregunta. A juzgar por la situación general de la tercera edad, incluso en los países que poseen un sistema de seguridad social más justo y equitativo, un lugar menor.
En el mundo laboral tener 35 años es estar al límite y si tenemos la mala suerte de haber nacido 10 o 15 años antes: mucho peor. La juventud tiene más éxito. En una tienda es preferible tener a una vendedora guapa, joven y con buen cuerpo que a una mujer madura y con experiencia (aunque sea guapa y tenga buen cuerpo). Desde la perspectiva laboral, las sociedades actuales nos exprimen toda la juventud, se aprovechan de nuestras capacidades cuando tenemos mucha fuerza y luego nos condenan al olvido y a la miseria (pensemos en el salario de una persona jubilada y en el de una persona en actividad).
Resulta llamativo ver como se ha desvirtuado el respeto y la admiración hacia nuestros mayores en las sociedades modernas (sobre todo en las occidentales). Algunos de nosotros quedamos fascinados ante sus relatos y sus anécdotas. Pero hay quienes no les tienen paciencia y consideran “chorradas” esas historias de vida.
Los viejos, nuestros queridos viejos, muchas veces acaban siendo un estorbo y un problema cuando en realidad deberían ser parte de nuestra alegría y aquellos a quienes acudir en los momentos de duda. Y ese lugar que les vamos dando, termina convenciéndolos de que ya no pueden hacer cosas o de que ya no sirven como hace 30 años atrás. Entonces, se nos ponen frágiles, indefensos y acabamos cuidándolos y tratándolos como si fueran niños.
Pero ¿existen evidencias científicas de que el ser humano se pone frágil e indefenso cuando llega a una cierta edad? No, ninguna. Hay cambios, evidentemente, como los hay en todas las etapas del desarrollo de un ser vivo. Pero esas “etiquetas” que la sociedad joven les atribuye no forman parte del desarrollo vital. Los abuelos, los ancianos, la tercera edad (siempre hay formas diversas para llamarlos), muchas veces se nos van apagando porque los subestimamos y buscamos teorías o inventamos explicaciones ingenuas para justificar y demostrar que ellos ya no pueden. Seguramente no pueden hacer muchas cosas pero hay otras que sí. Y aquí surge una pregunta muy interesante: ¿qué es ser viejo? ¿haber nacido hace muchos años? ¿tener el pelo blanco y arrugas en la cara? A mí me surge otra respuesta más convincente: no tener más ganas. Desde esta perspectiva vemos que hay más de un joven “viejo”. Pero ejemplos de gente que llegó hace mucho y que sigue conservando las “ganas” hay a montones, no hace falta ser explícito y decir: “fulanito tiene 80 años y empezó a estudiar una carrera” o “menganito se casó a los 75 años” para que otros digan “¡qué admirable!”. Lo admirable (o lo esperable) sería que la gente se vaya animando y se vaya despegando de esas etiquetas de vejez como algo inútil, que ya no sirve. Qué cambiemos el concepto de vejez como enfermedad o patología por el de otra etapa dentro del desarrollo evolutivo de nuestra vida. Y los jóvenes junto a los que estamos transitando eso que los franceses llamaron “l’âge de raison” tendríamos que ser más flexibles, más alentadores, más respetuosos, más pacientes con aquéllos que, en otro tiempo, fueron nuestros referentes. Ante la imposibilidad de controlar la variable tiempo, podemos darle un rodeo a la idea y dedicarles más tiempo, compartir el nuestro con ellos. En vez de darles un lugar de desamparo, de vulnerabilidad y de dependencia tendríamos que transmitirles admiración y seguridad. Como le contesta Elvira (China Zorrilla) a Mamá Cora (Antonio Gasalla) en “Esperando la Carroza” a la pregunta de si “será la misma húngara”: “Pero Mamá Cora: ¡QUÉ DUDA CABE!”
Alejandro Pignato

domingo, 31 de mayo de 2009

Adios hermano cruel

Artículo publicado en la revista Arg Express del mes de junio de 2009

En los años 70, Giuseppe Patroni Griffi filmó una estupenda y controvertida película llamada “Adiós hermano cruel”, basada en la obra “Lástima que sea una puta”, de John Ford (contemporáneo de Shakespeare). Controvertida y fuerte ya que se trata de una tragedia que cuenta la historia de dos hermanos que se enamoran y finalmente ella queda embarazada.
La literatura, a lo largo de la historia de la humanidad, ha producido obras escabrosas pero que no por ello han dejado de llamar la atención del lector. Estas tragedias nos han permitido reflexionar acerca de la naturaleza de la condición humana. No tenemos más que referirnos a Edipo Rey o a Antígona de Sófocles en las qué, más allá de cautivarnos con la teatralidad y con la riqueza del texto, nos vemos llevados a una profunda reflexión acerca del género humano. Estos dramaturgos universales han podido plasmar en su obra interrogantes que llevan a una reflexión filosófica y ética.
Si analizamos más profundamente la acción de ver una película o de ir a ver una obra de teatro, vemos que hay aspectos voyeuristas ya que de lo que se trata es de “ver” una historia en la cual no participamos… pero como es una convención socialmente aceptada no tenemos registro del aspecto perverso que conlleva. A todos nos gusta ver, observar; ya que es una buena forma de conocer y de aprender. Y también hay muchos que se divierten viendo más allá de lo que se ve… es algo así como esa señora que llama a la policía porque su vecino de enfrente está desnudo. Cuando llega el policía le dice: “pero señora, ese hombre está medio cuerpo desnudo” y la mujer le replica: “¡sí pero súbase a este banquito y va a ver que está desnudo!”. Como la señora, hay mucha gente que quiere ver más y no necesariamente para conocer y para aprender. Gozan viendo.
Pero ¿qué podemos ver? Una buena película que nos permita identificarnos con el personaje o que permita proyectarnos en él. Quizás una película de acción o policial que nos distraiga un poco. O tal vez otra que nos llegue al corazón y nos emocione. El cine y el teatro son buenas formas para reflexionar y para crecer. Pero también existe otro medio de comunicación: la caja boba. Este invento maravilloso de la tecnología que nos conecta con el mundo entero, nos cautiva y nos imbeciliza a tal punto que hay momentos en que no nos apetece salir, ir al cine o al teatro, airearnos, ver a amigos y poder discutir sobre lo que hemos visto.
La televisión se mete en los hogares, acompaña a ancianos y a gente sola. Recuerdo que cada vez que Mirtha Legrand amenazaba con dejar sus almuerzos televisivos, siempre sacaba su faceta tierna y altruista recordándose a sí misma y a sus televidentes que tenía una misión social: compartir su mesa a través de la televisión con los corazones solitarios. O como Boluda Total, perdón, quise decir Utilísima Satelital, cuando encontraba actividades interesantes para que señoras cuarentonas –y burguesas- pudieran sentirse útiles y entretenidas. Estas referencias a programas de televisión argentinos no están muy lejos de los programas de la televisión española.
Los programas de cotilleo y de prensa rosa nos están ahorrando la birra y la discusión a la salida del cine y del teatro. Bueno, la birra quizás no pero sí la discusión: ellos discuten por nosotros. Se sacan los ojos, se insultan, se alían, se tiran flores y, felizmente nos ponen al corriente de la situación sentimental o patrimonial de los famosos. ¿Y quiénes son los famosos? Bueno… los toreros, los empresarios, los del jet set o las señoritas que tuvieron la suerte de meterse en la cama con alguno de ellos y eso las lanzó a la fama. Como decía Discepolo: “no hay aplazados ni escalafón, los inmorales nos han igualao; si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición: da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón”.
Pero también tenemos los programas que nos permiten hacer una catarsis con las miserias ajenas: “El diario de Patricia”. Donde la gente, en su mayoría con un nivel de educación bajo, va a mostrar sus miserias o a intentar recuperar una relación afectiva. Y la gente quiere ver más, quiere subirse al banquito para ver si realmente el vecino está desnudo.
Y ahora, la “factoría de ficciones” (me refiero a Telecinco) nos deleita con un nuevo reality show pero con funciones terapéuticas: La Caja. Avalada por psicólogos colegiados –bueno, estamos en crisis y dar la cara en un programa de televisión puede aumentar la clientela- esta ficción nos da la posibilidad de enfrentarnos a nuestros miedos para que desaparezcan. Como si fuera tan fácil deshacerse de algo que nos duele o nos limita en nuestra vida anímica. Y tal como dicen en la página web: “La caja es mucho más que ir al psicólogo”. Así que si seguimos en esta línea, si alguno de los lectores tiene una úlcera de estómago, que no vaya al médico; con ver un par de capítulos de House se va a curar –¡es que House es infalible!-.
Estas ironías, que probablemente nos dibujen una sonrisa en la cara, encierran una lamentable realidad: los intereses económicos priman más que las posiciones éticas. El dolor ajeno, las miserias que en alguna medida todos padecemos, la intimidad; venden y hacen ganar mucho dinero.
Esta reflexión acerca de programas de televisión efectistas no dista mucho del uso que hacen algunos medios masivos de comunicación, como la prensa escrita. Pero no nos equivoquemos: mostrar lo peor del género humano no instruye ni necesariamente lleva a una reflexión profunda. Pero sin ninguna duda: vende y genera dinero.
Pero no sólo este exhibicionismo mediático está instrumentado a nivel televisivo y periodístico, también internet se ha sumado a esta cruzada: facebook… ¿les suena? En un principio creímos que estaba destinado a reencontrarse con amigos y a conocer a los amigos de nuestros amigos. También nos resultaba útil para organizar una reunión o fiesta o para compartir fotos de algún evento. Pero como todo evoluciona, ahora también podemos jugar con los gustos y o con los pre-juicios que tenemos de algunos… y como es un juego, nadie –en teoría- se ofende. En alguna medida, facebook también forma parte de este conjunto mediático de exhibicionismo.
Y así, como un presagio anunciado en obras como “Un mundo feliz” de Aldous Huxley o la película “Brazil” de Terry Gilliam; aparece nuestro querido “Gran Hermano”. Otra obra maestra de la televisión que nos apasiona con las relaciones –a veces carnales- de un grupo de gente que tiene que convivir en una casa. Pero no nos confundamos, la lente del logotipo no tiene nada que ver con el ojo de HAL, el ordenador de “2001, Una Odisea Espacial”. El logotipo somos nosotros subidos al banquito, observando y luchando porque fulanito o menganita sean nominados y finalmente echados (bueno, seguramente algo habrá hecho… ¡se lo merecía!).
Tal vez los que hemos apreciado el trabajo de Jim Carrey en “El Show de Truman” –que nos permitió revalorizar, junto con “Olvídate de mí” al graciosillo actor de “La máscara”-; pensamos que esta crítica sutil al uso perverso de un medio de comunicación podía contribuir a un cambio de tratamiento en los programas de televisión. Pero parece que el efecto fue exactamente el contrario. Ya he perdido la cuenta del número de “Gran Hermano” que van. Y de los que se han ido (¡¡¡adiós, hermano cruel!!!) y de los que vendrán.
Estas tragedias televisadas, no nos llevan a pensar en la condición humana y en su destino. Están muy lejos de los grandes de la literatura universal. Lo único que hacen, es que más de uno se suba al banquito.
Alejandro Pignato

sábado, 2 de mayo de 2009

De a poco

Artículo publicado en la revista Arg Express del mes de mayo de 2009

Hace unos años tuve la oportunidad de asistir a un espectáculo de Enrique Pinti en Barcelona. Este talentoso escritor, actor y comunicador contaba, en uno de sus monólogos, una anécdota (tal vez ficticia) acerca de un norteamericano, sociólogo, que estaba intrigado por el “caso” de Argentina. Él le comentaba a Pinti que estaba desconcertado con nuestro país. Se había documentado muy bien. Veía que Argentina era un país rico en recursos naturales; con una geografía extensa, diversa; con un potencial humano valioso. No había pasado por guerras devastadoras ni había sufrido grandes catástrofes naturales. Con todas estas características le preguntó a Pinti: ¿cómo fue que se fueron a la mierda? Y Pinti contestó: “de a poco”.
Así suele pasar, las cosas se deterioran, cambian y en ocasiones se vienen abajo. Y como eso sucede “de a poco”, no vamos tomando conciencia de que muchas cosas cambian. Pero en algún momento hacemos un “clic” y nos saltan las fichas. Quedamos alucinados, sin poder creer lo que vemos o leemos. Así nos sucedió a los que estábamos aquí en diciembre de 2001, viendo las imágenes de una Argentina caótica, enojada, rebelada, indignada. No podíamos ver lo que estaban transmitiendo y parecía un documental de otro país. Pero ya lo hemos dicho en otra ocasión: tarde o temprano la realidad se impone y, lamentablemente, parecemos precursores en situaciones que luego se repiten a gran escala -¿serán los efectos de la globalización?-. De todos modos, también tendríamos que mirar aspectos positivos. Siempre hay algo positivo para rescatar. No tenemos más que ver el documental “La toma” –“The take”- que cuenta la experiencia de obreros en Argentina, que se organizan para reactivar fábricas cerradas a causa de la crisis de 2001.
Antes de que apareciera internet en nuestras vidas, las noticias tardaban más en llegar y si alguien estaba lejos de su tierra se enteraba solamente de aquello que era más importante o que tenía más repercusión. Tengamos en cuenta que una carta por correo postal enviada desde Argentina a Europa tardaba una media de 5 días en llegar. Un mensaje de correo electrónico tarda segundos y a través de internet podemos leer los diarios de cualquier parte del mundo en todo momento.
Pero el hecho de que estemos bien informados o mejor dicho “rápidamente” informados, no cambia mucho la situación de vivir lejos del lugar donde nacimos. Los que llevamos un tiempo considerable viviendo del otro lado del Atlántico, hemos cambiado percepciones y concepciones acerca de lo que pasa en nuestra tierra. Sería algo así como una necesidad de construir una imagen que, por un lado justifique el hecho de haber migrado y por otro, nos siga manteniendo unidos a nuestro país.
Y cuando volvemos (“siempre se vuelve al primer amor”, decía Gardel) tenemos una rara sensación porque somos de allí pero algo ha cambiado en nosotros. Hemos cambiado códigos, hablamos en un argeñol pulido, decimos “vale”, se nos escapa un “hostia”… pero en el fondo seguimos siendo los mismos. Por otro lado, nuestra gente también ha cambiado la percepción que tenía de nosotros. Muchos creen que estamos juntando euros con carretillas y que somos indiferentes a lo que pasa en nuestra tierra. A veces te dicen: “claro, vos no entendés, no vivís acá”. Y es cierto. También es verdad que cuando uno no vive en un lugar se queda con viejas percepciones –a mí me cuesta creer que con 100 pesos no se puede comprar mucho en el supermercado-. De todos modos, hay cosas que no cambian: Argentina (y América Latina en general) es lugar de grandes contrastes. La última vez que estuve en Buenos Aires, vi en televisión una manifestación de empleados del Hospital de Clínicas (recordemos que es el hospital escuela de la Universidad de Buenos Aires) quejándose porque había fugas de radiación en la parte de radiología. Al día siguiente, un amigo me invitó a comer a un restaurante en Palermo Hollywood (bueno, últimamente hay tantos “Palermos” que ya me mareo…. digamos: en la avenida Juan B. Justo) y al llegar, bajamos del coche y un valet parking se ocupó de estacionarlo. ¡Vaya contraste con la noticia que había visto el día anterior!
Pero claro, ya sabemos que Argentina es un país “inclasificable”, es una paradoja y nada indica que vaya a dejar de serlo.
Estas incongruencias que vemos no nos dejan de asombrar y ahora, para mantener una cierta lógica de asombro, leemos en los diarios que el dengue ya ha llegado a Buenos Aires. Una enfermedad con características de epidemia, ahora corre el riesgo de transformarse en una endemia. ¿Pero cómo es que un mosquito que habita en zonas tropicales haya llegado a Buenos Aires? ¿Y con qué infraestructura cuenta Argentina para hacerle frente a esta enfermedad si para operarse en un hospital público hay que comprar hasta la hoja de bisturí? Son cosas que nos hacen flipar, pero no solamente porque nos lleva a la reflexión sobre los recursos y la infraestructura para poder hacerle frente sino porque también nos damos cuenta de que el tema del calentamiento global no es un verso de los ecologistas como quieren minimizar algunos sectores de la derecha. Estamos empezando a percibir sus consecuencias. México, con la gripe porcina, también es un ejemplo de ello.
Y una de las cosas que se me cruzó –que luego, obviamente comprobé- es que seguramente surgirían las especulaciones de turno. Empezarían a escasear los repelentes para insectos y la gente se asustaría ante el primer zumbido en la oreja. Como vemos, hay percepciones que conservamos de nuestra Argentina y que no han cambiado mucho. Recuerdo que cuando hubo un brote de cólera se recomendaba agregar una gota de lejía en el agua para lavar las verduras y las frutas. Hubo casos de gente hospitalizada porque le había echado una gota de lejía a cada mate que tomaba.
Las percepciones que tenemos los que estamos aquí probablemente no se correspondan con la realidad que se vive en nuestro país, pero eso no cambia la preocupación y el desconcierto que sentimos al leer el diario o al hablar con algún recién llegado. Porque más allá de nuestro argeñol pulido y de los aspectos culturales que hemos incorporado, seguimos siendo argentinos, latinoamericanos, americanos (mal que les pese a los norteamericanos ya que quieren monopolizar hasta el nombre de nuestro continente). Y lo que le suceda a nuestro continente nos afecta. Pero no sólo por una cuestión de raíces y de cultura, sino también porque es una forma de tomar conciencia de lo que le está pasando al planeta y a la humanidad. La selección natural de Darwin se está transformando en una selección artificial, creada por el hombre y sus intereses económicos.
La gripe aviar, el dengue, la gripe porcina son algunos ejemplos de que algo anda mal en el equilibrio ecológico de nuestro planeta. La crisis económica, el exhibicionismo mediático de la intimidad, el mercantilismo de la información, la decadencia de los valores y principios éticos son algunos ejemplos de que algo anda mal en los principios éticos de la humanidad.
Tal vez lo más preocupante es que estamos viendo como el planeta tierra y la humanidad se están yendo a la mierda, como decía Pinti: “de a poco”.
Alejandro Pignato

martes, 31 de marzo de 2009

¿Qué es esa cosa llamada crisis?

Artículo publicado en la revista Arg Express del mes de abril de 2009

Seguimos en crisis y parece que día a día las cosas se agravan. Leemos los diarios o encendemos la televisión, las noticias nos desalientan y en algún momento nos ponemos a pensar: ¿qué es esa cosa llamada crisis?
Todos conocemos el significado de la palabra crisis, a veces no podemos definirlo en forma clara pero seguramente tenemos incorporado el concepto. De todos modos, nunca está demás recurrir a un diccionario ya que eso nos permite unificar el criterio para saber de qué estamos hablando. El lenguaje humano tiene la característica de ser polisémico, es decir que una misma palabra puede querer decir distintas cosas en diferentes contextos. Si consultamos la definición de “crisis” que nos da el Diccionario de la Real Academia Española vamos a encontrar siete acepciones. Sólo tomaremos una de ellas; la que más se ajusta al tema que estamos tratando: “situación dificultosa o complicada”. Con esta definición es sencillo ver que todos hemos pasado en algún momento de nuestras vidas por una crisis.
Pero claro, hay diferentes clases de crisis aunque todas tienen algo en común: son dificultosas y complicadas. A esto podríamos agregar otro aspecto: son coyunturales, es decir se producen en momentos determinados y tienen una cierta duración; no son permanentes. Pensemos, por ejemplo, en la crisis de la mediana edad (antes se hablaba de la crisis de los 40 pero la esperanza de vida se va a alargando y esa crisis se va desplazando). Esta crisis evolutiva se produce cuando llegamos a una cierta edad en la que tomamos conciencia de que estamos entrando en un nuevo período de nuestras vidas. Esto implica salir de una etapa (con la consecuente sensación de pérdida) y estar predispuesto a vivir una nueva (que aún desconocemos). Pero para esta crisis la vida nos ha preparado: vamos madurando, creciendo biológica y mentalmente.
El problema se nos puede plantear cuando surge una crisis inesperada, cuando nos hallamos en una situación complicada y dificultosa, -siguiendo la definición de crisis- que no habíamos previsto. Tomemos como ejemplo el caso en que nuestra pareja se nos planta de frente, un buen día, y nos dice: he dejado de quererte. Si bien podíamos imaginar que las cosas no iban bien en nuestra pareja, no estábamos preparados para que nos dijeran eso, en forma repentina, de golpe.
Si somos responsables con nuestra vida, si aprendemos de nuestros errores y tenemos el firme propósito de trabajar para superar las dificultades que ella nos presenta, la tarea de afrontar una crisis inesperada no se nos planteará como algo insuperable.
Sin embargo, no siempre reaccionamos como “en teoría” deberíamos reaccionar. Y ante un primer ataque (situación de crisis) lo mejor que podemos hacer es defendernos. Un mecanismo psicológico de defensa es la negación. Es inconsciente, no es voluntario. Surge un acontecimiento que me puede perjudicar y lo niego: ella o él me sigue queriendo. Pero a veces los hechos hablan por sí solos. Es cierto que nos gustaría creer en que las cosas no son así, pero la realidad se impone y por más que escribamos largas cartas a los Reyes Magos y nos quedemos despiertos hasta las tantas: no vendrán. O sea que “ella o él no me quiere”. Hay un punto en que mis negaciones dejan de ser eficaces frente a la realidad. Es en ese momento cuando recurro a mi verborragia y a mi memoria para acordarme de toda su familia: “¿cómo me vino a hacer esto a mí? ¡Con lo tanto que la o lo quería!” O sea, ante un hecho que me supera, mi primer mecanismo fue negarlo. Luego, cuando por fin tomo conciencia de la realidad, me enfado y saco toda la rabia afuera. Y en este momento tendré que apelar a todos mis recursos para ver en qué medida esta nueva situación –han dejado de quererme- me perjudica y cambia mi posición en la relación. Es decir, ver y analizar por qué hemos llegado a este punto, qué ha pasado y qué es lo que sucederá con esta relación –si es que “realmente” han dejado de quererme-.
Pero cuando tomamos conciencia de la gravedad de la situación, de que si la otra persona ya no me quiere, las cosas han cambiado y ya no será lo mismo que antes, aparecen la tristeza y la angustia. Lo que era una relación normal con sus altibajos corre el riesgo de desmoronarse y eso nos produce angustia. Nos ponemos tristes.
Y como decía Serrat: “Bienaventurados los que están en el fondo del pozo porque de ahí en adelante sólo cabe ir mejorando”. O sea que si ella o él no me quiere pues habrá que reconstruir todo de nuevo y ver en qué situación estamos para salir adelante: ya sea para ver qué podemos cambiar y reconquistar su amor o para ir pensando en que nuestra relación ha llegado a su fin.
Así es como habitualmente reaccionamos ante una crisis los que intentamos mantener una cierta coherencia en nuestra vida. Y digo una cierta coherencia porque es muy difícil mantener una actitud de coherencia total en una vida llena de contradicciones. Pero eso no quiere decir que no apuntemos hacia la coherencia. Buscar un cierto equilibrio entre lo que pensamos y lo que hacemos, se acerca a un estilo de vida saludable.
Y podríamos pensar que la crisis global por la que está pasando el mundo y que nos involucra a todos, puede ser analizada de la misma manera. Ante los primeros indicios de crisis el primer mecanismo de defensa que utilizamos es la negación: “no hay crisis”; “es un invento de los medios masivos de comunicación”; “a mí no me va a afectar”; etc.. Luego, cuando tomamos verdadera conciencia de lo que está sucediendo nos enfadamos –con justa razón- y sacamos toda la rabia afuera. Empezamos a atribuir culpables y a insultarlos –aunque no creo que eso solucione nada, pero uno se siente más descargado-. Es una buena forma de procesar lo que nos pasa en ese momento. Nos sentimos como Carmen Maura en “Mujeres al borde de un ataque de nervios” cuando sale del despacho de la abogada feminista: “me voy mucho más tranquila”. Pero descargarnos no soluciona las cosas ni cambia la situación. Es en ese momento cuando tomamos conciencia de que también estamos implicados, como ya dijimos en otra ocasión, al menos como damnificados. Y nos tocará entonces ver en qué medida nos afecta y de qué recursos disponemos para enfrentar la nueva situación, que, como ya hemos dicho, es “dificultosa y complicada”.
Como cuando nos dábamos cuenta de que, quizás, no nos querían y de que corríamos el riesgo de perder una relación, en el caso de la crisis global también nos deprimimos. La incertidumbre, el miedo a perder cosas o a que no podamos enfrentarnos a la nueva situación, nos produce angustia. Pero no podemos quedarnos en la angustia y no hacer nada. Por una cuestión de supervivencia tenemos que hacer algo. Para ello empezaremos analizando y evaluando en qué medida esta crisis nos afecta y qué camino podemos tomar para ir superándola. No olvidemos que, además de ser situaciones “dificultosas y complicadas”, las crisis son coyunturales, no permanentes.
La experiencia nos resulta de gran ayuda para enfrentarnos a situaciones nuevas. Y si hemos ido superando las diferentes crisis que nos van apareciendo en la vida tenemos que recurrir a nuestra experiencia y a nuestra capacidad de adaptación para resolver las dificultades que puedan surgir en esta nueva situación.
No necesariamente los cambios que se van produciendo nos dejan en una situación peor. En muchas ocasiones, tras tiempo y esfuerzo acabamos en una posición mejor o diferente (lo que traerá aparejado nuevas expectativas y necesidades). Tal vez, de lo que se trate es de estar predispuesto a ver las cosas desde la nueva perspectiva y aplicar el ingenio y la creatividad para seguir viviendo, creciendo. Por lo demás, todo pasa y todo cambia. No olvidemos que “de vez en cuando la vida, nos besa en la boca y a colores se despliega como un atlas” (J.M. Serrat).
Alejandro Pignato

martes, 3 de marzo de 2009

Inmigrados

Artículo publicado en la revista Arg Express del mes de marzo de 2009

La mayoría de los argentinos tenemos origen europeo, más específicamente de España y de Italia. Hay una frase muy conocida en Argentina: “¿De dónde descienden los argentinos?: De los barcos”. Nuestro país, fue construido por inmigrantes. De hecho, prácticamente no tenemos apellidos “autóctonos”.
Los movimientos migratorios, en general, se deben a problemas económicos. La gente se va de su tierra para buscar mejores horizontes. En Argentina los movimientos migratorios más importantes se produjeron a finales del siglo XIX y a principios del siglo XX. Es la época en que llegaron nuestros abuelos y bisabuelos. Iban a hacerse la “América”, algunos se la hicieron y otros (la mayoría) sobrevivieron como trabajadores de clase media. En muchos lugares del Gran Buenos Aires hay casas mal construidas, poco prácticas. ¿Cuál es el motivo? ¿Había malos arquitectos? No. El problema es que esas casas fueron construidas por inmigrantes que trabajaban de sol a sol y cuando llegaba un día de descanso construían la casa ellos mismos, sin tener la menor idea de arquitectura.
Durante mucho tiempo, Argentina fue un país receptor de inmigrantes. De ahí que muchos de los argentinos de una cierta edad recordemos aquella frase de la escuela primaria: “Argentina, crisol de razas”.
Entonces, una tarea ardua fue la de construir una identidad. No fue fácil. Nos achacan muchos calificativos, algunos simpáticos y otros… bueno, dejémoslo ahí. Pero con tanta mezcla de culturas resulta un poco difícil ir construyendo una identidad… quizás sea por eso que enseguida tenemos que sacar a la luz el tango, el dulce de leche, el asado, la birome y el colectivo (ah… y las huellas dactilares).
Hace tiempo atrás, en un programa de Televisión Española (Versión Española), hicieron un reportaje a Daniel Burman, el director de “El Abrazo Partido” y la conductora del programa (Cayetana Guillén Cuervo) comentó que le parecía interesante la multiculturalidad que aparecía en la película. Burman contestó que no había sido hecho de manera expresa. Simplemente era lo que él había vivido cuando era chico. En la “Galería” estaban el moishe, el tano, el armenio, el gallego… y nadie se peleaba con nadie (bueno.. seguramente había excepciones). Entonces, resulta extraño ver que, en algunos casos, se toma una actitud discriminadora. Pero si hacemos un poco de historia, si nos remontamos a la Argentina de los años 20 del siglo pasado, vamos a ver que uno de los mayores problemas era el de la inmigración. Si estábamos mal era por culpa de los inmigrantes (pobres… ¡y mi abuelo seguro que no tenía nada que ver!). O sea que la imagen de una Argentina benévola con los inmigrantes… no es totalmente cierta.
Pero en la actualidad esto ya no sucede… (con algunas excepciones, claro); porque ya hemos ido construyendo esa identidad tan anhelada.
Pero (y esto tal vez lo hayamos heredado de los gallegos –los de Galicia-), nos hemos transformado en nómades. Muchos de nosotros hemos migrado a Europa, a encontrar las raíces, a hacernos la Europa, a comer un buen pulpo, o unos buenos calçots (en época de temporada, claro).
Entonces, me animé, me compré una valija bien grande, compré un billete y hace poco más de 7 años me vine para Barcelona. La primera semana tenía la impresión de estar viviendo en una película de Almodóvar. Luego, poco a poco me fui adaptando, conociendo expresiones, aprendiendo costumbres (no muy distintas a las nuestras) y buscando las equivalencias. Recuerdo que un amigo que vino a vivir a Barcelona en los ochenta, recién llegado fue al Corte Inglés a comprar una “campera de corderito”. Después de un rato de dar vueltas llegaron a la conclusión que lo que él quería era una cazadora de borrego. También me ocurrió quedar estupefacto al ver que una compañera de mi primer trabajo en Barcelona dijo que estaba “constipada” –estreñida, en Argentina- y pensé: ¡Qué bien… yo no lo diría así, tan fácilmente… es más, me moriría de vergüenza!
Siempre queremos diferenciarnos, incluso dentro de una misma cultura. Seguramente una persona de Girona intentará distinguirse de una persona de Barcelona o de Lleida. Y lo mismo sucede en Argentina. Un entrerriano no creerá que es igual que un catamarqueño. Es como si quisiéramos buscar puntos para distinguirnos y demostrar que somos diferentes; cuando en realidad, lo más provechoso sería usar justamente esos puntos de “diferencia” para complementarnos, para enriquecer nuestra cultura y la del otro.
Entonces, a medida que vamos incorporando aspectos relativos a la cultura catalana, nos vamos sintiendo menos “sapo de otro pozo”; vamos entendiendo y vamos compartiendo. Los inmigrados que llevamos un cierto tiempo en tierras catalanas ya sabemos que para el 1 de noviembre toca la castañada y los panellets. No nos llama la atención pasar por la Plaza Sant Jaume un domingo y ver gente que está bailando la sardana. “Cogemos” el autobús o el metro y ya no sonreímos cuando tenemos que hablar con la señorita “Concha”… y si justamente la tal señorita Concha es una pija; no nos parece un contrasentido.
Claro, pero no solamente somos una esponja que absorbe aspectos culturales locales, también transmitimos los nuestros. Ya casi no hay catalanes que pregunten qué es un asado de tira con chimichurri en la carta de un restaurante. Y en buena parte de las heladerías barcelonesas podemos disfrutar de un helado de dulce de leche…. ¡Hasta el supermercado del pakistaní de al lado de mi casa vende yerba Rosamonte!
Estos intercambios de costumbres y hábitos forman parte de la integración en una sociedad que nos acoge. Y los que llevamos tiempo por aquí ya hemos dejado de ser “inmigrantes” para ser “inmigrados”; como lo fueron nuestros abuelos y bisabuelos en Argentina. Seguramente tenemos menos dificultades que extranjeros de otros países, la cultura catalana y española no son diametralmente opuestas a la cultura argentina.
Sin embargo, muchas veces vemos que algo no funciona en alguna de las partes. O bien hay gente que no está muy dispuesta a integrar a un inmigrante o bien vemos que hay grandes resistencias para aceptar aspectos importantes de la cultura catalana. El idioma es uno de ellos. Hay mucha gente (argentina y de otros países) que se niega a hablar o, al menos, intentar entender el catalán. Y esto se transforma en una gran dificultad porque la lengua catalana es un instrumento de identificación social muy importante. No se trata de ser un experto en lengua catalana, sólo mantener una cierta predisposición para entender e incorporar aspectos importantes de la cultura catalana. Y en algún sentido, en la medida en que aprendamos catalán, estaremos colaborando para que la lengua no se pierda. Pensemos que, como dice un amigo mío castellano, si se pierde el catalán, no se pierde una lengua para Catalunya, se pierde una lengua para la humanidad.
Pero también es cierto que en ocasiones no hay una buena predisposición para integrar al inmigrante. Y en este punto la lengua catalana puede funcionar como un impedimento. Me ha pasado estar con catalanes, hacer un esfuerzo por entender cuando hablan muy rápido y al cabo de unos minutos tirar la toalla y encerrarme en mi mundo. ¿Y qué implicaría de parte de un local la integración de alguien que no se entera de lo que están hablando porque hablan muy rápido o porque utilizan una jerga particular? ¿Cambiar de idioma? No, no necesariamente. Pero sí, mirar al que tiene cara de perdido y preguntarle: ¿entiendes?
Integrar a un inmigrante implica una relación social en la cual participan dos partes: el que integra y el integrado. Y ambas partes son responsables de que esa integración se lleve a cabo con éxito. Cuando llegamos aquí, pasamos por diferentes etapas. La de reafirmar la decisión de vivir en una nueva ciudad, en un nuevo país; la de buscar las diferencias para no angustiarnos y sentir que perdemos cosas de nuestra cultura y la de relajarnos y estar predispuestos a sentirnos integrantes de la nueva sociedad. Así lo hicieron nuestros abuelos y bisabuelos. Por eso, los inmigrados nos sentimos a gusto y ya hemos incorporado parte de esta tierra y de esta cultura como la nuestra… y si alguno de los que lee este artículo aprovecha el fin de temporada de los calçots: “Apa nen! Que aprofiti!”

sábado, 10 de enero de 2009

La Otra Crisis. La que llevamos dentro.

Artículo publicado en la Revista ARG Express del mes de enero de 2009

Y aquí estamos, en crisis. Sin comerla ni beberla estamos en medio de una crisis que no provocamos, que no buscamos y de la cual casi no formamos parte más que como damnificados. Porque en realidad ninguno de los que estamos incluidos en la mayoría -entiéndase clases medias y bajas- somos responsables de una crisis económico financiera. Aunque los resortes del poder nos pueden llegar a echar la culpa por habernos equivocado de contenedor al tirar la latita de cerveza. De todos modos, como decía un viejo refrán: “a río revuelto, ganancia de pescadores”. Sí, seguramente hay muchos que se están forrando gracias a la crisis. Pero claro, son los desconocidos de siempre o los “irresponsabilizados”. Como dice Enrique Pinti, cuando se les reclama algo, dicen: “no sé”, “no me consta”, “es una campaña en mi contra”, etc. La cuestión es que a lo largo de la historia humana siempre hubo unos pocos que se repartieron las ganancias que generaban muchos y eso no ha cambiado. Y a esos pocos, las diferentes crisis que ha habido no los han perjudicado (o al menos no mucho).
Entonces, de repente, uno abre el diario, lee cosas alarmantes, habla con la gente y se empieza a preocupar más, y más, y más…. y más. Luego te enteras de que echaron a no sé cuantos y que planean echar a otros no sé cuantos. Pero… ¿por qué? ¿qué culpa tengo yo y qué culpa tienen esos no sé cuantos? Ninguna, absolutamente ninguna.
Y ¿qué hacemos frente a una situación que nosotros no hemos generado pero que nos perjudica enormemente? No podemos, de un día para el otro, generar dinero para ayudar a quién no lo tiene. Tampoco podemos, en la mayoría de los casos, generar puestos de trabajo para aquél que lo pierda. Pero podemos hacer otra cosa, tratar de superar la otra crisis. Porque no solamente hay una crisis. Hay otra: la crisis de valores y de creencias. Intentar superar esta crisis tampoco es una tarea fácil; ya que se trata de poder demostrar que no “da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón”.
Estamos transitando lo que podríamos denominar “la agonía del capitalismo” y esto lo comprueban los mismos dirigentes que sostienen el sistema: hace poco Sarkozy propuso “refundar el capitalismo”. Pero más allá de la posición ideológica en que nos ubiquemos, el modelo capitalista se agota cada vez más y las consecuencias ya inciden en todo el planeta. Seguramente habrá una gran parte de la dirigencia política y de los poderes económicos que nos hablarán de tecnicismos que no nos incumben ni nos calman la angustia de ver que trabajas y trabajas sin obtener lo que te corresponde. Y aún más… hay quien ni siquiera puede trabajar.
Nuestro querido capitalismo trajo, de la mano de la tecnología, del culto a la propiedad privada y del crecimiento económico; un aumento desmesurado del consumismo –en el cual estamos inmersos todos- y dio un papel preponderante al individualismo. Un individualismo feroz que acaba, lamentablemente, en la indiferencia. Ante noticias escalofriantes casi no nos asombramos. Los medios de comunicación nos han “acostumbrado” a ver cosas terribles y las noticias no cumplen la función de “informar” sino de “vender”. No tenemos más que ver las atrocidades que se muestran en televisión para “vender” la noticia, independientemente de que sea ético o no hacer explícitas determinadas escenas o de que dichas escenas hieran la sensibilidad de algún televidente.
La verdad es que hemos llegado a un punto en que a nadie le importa mucho lo que le pase al vecino de al lado o al de abajo. Los intereses se limitan a la gente más cercana: nuestros familiares y nuestros amigos. El resto: que se arregle. En realidad, cuando nos enteramos de que alguien se ha quedado sin trabajo o cuando leemos en un diario que tal o cual empresa multinacional echará a tantos miles de personas; lo que más nos angustia es que podría pasarnos a nosotros. Es como si se hubiera esfumado la consciencia de colectivo, de sociedad.
Estamos en presencia de lo que Castoriadis llamó “la privatización del ser humano”, es decir el repliegue del individuo a la esfera privada. El ser humano se aísla cada vez más y se torna indiferente. Una de las evidencias que tenemos más a mano aparece en internet. Gracias a la tecnología, al adsl y al anonimato, ya no necesitas acicalarte para salir y ligar, basta con que tengas un perfil en algún chat de encuentros y un par de buenas fotos retocadas en Photoshop.
Claro, con todo lo que estamos pensando podríamos llegar a sentirnos culpables por tener un buen microondas o un teléfono móvil de última generación. No, no se trata de ir al primer punto de reciclaje para deshacerse de todos los aparatos-suntuosos-inútiles. Los podemos conservar y también podemos seguir consumiendo (aunque quisiera saber qué porcentaje de gente que posee un teléfono de última generación utiliza “todas” las funciones). Pero tampoco nos engañemos: el tener un modelo antiguo de móvil no nos exime de responsabilidad por nuestra actitud frente a la otra crisis.
¿Pero qué hacer ante una situación que no buscamos y ante la cual tenemos la impresión de estar con las manos atadas? Frente a la crisis económico-financiera, a esa crisis que los medios masivos de comunicación promueven, avivan y estimulan (vende muchísimo escribir y dar noticias alarmantes); poco podemos hacer -salvo que alguno de los que esté leyendo este artículo sea un banquero o mueva hilos de poder en altas esferas-. Una opción sería esperar a que pase la tormenta y seguir formando parte del sistema, en forma callada, silenciosa. Sería algo así como aceptar lo que el destino nos ha deparado. La otra opción es más complicada y nos exige mayor gasto de energía. Es la opción del “hacer algo”. Para esto no hay recetas definidas, de lo que se trata es de rescatar un par de cosas un poco olvidadas por muchos de nosotros: la creatividad y la solidaridad. Buscar formas alternativas, apelando a nuestra creatividad, para salir de una situación de angustia provocada por condicionamientos externos. No podemos modificar los índices del dow jones ni del ibex. Tampoco podemos generar puestos de trabajo ni alargarle indefinidamente el subsidio por desempleo a un amigo o a un familiar. Pero sí podemos cambiar la actitud, salir de la indiferencia y rescatar la solidaridad. Sí; que nos empiece a importar verdaderamente lo que le pasa al otro. Así podrán surgir formas solidarias como el cooperativismo u otras nuevas. Solamente el hecho de empezar a hablar, a movilizarse, a cuestionar y a pensar en otras posibilidades para superar la situación ya es estar haciendo algo para salir de la crisis.
Y si bien distinguimos “otra crisis”, ésta no está desvinculada de la anterior, hay puntos de anclaje entre una y otra: el individualismo, la indiferencia.
Tendríamos que intentar cambiar la idea del “sálvese quien pueda” por un “¿qué podemos hacer para que no nos sigamos hundiendo?”. Y este cambio de actitud, este intento de rescatar valores como el respeto, el trabajo y la solidaridad también forma parte de una propuesta para superar la otra crisis. La sociedad está formada por todos los individuos y los cambios y la cultura que producen esos cambios son responsabilidad de todos, no sólo de los poderes políticos y económicos. Permanecer indiferentes no nos exime de responsabilidad porque como decía Eladia Blázquez, “eso de durar y transcurrir, no nos da derecho a presumir, porque no es lo mismo que vivir, honrar la vida”.
Alejandro Pignato
ale@bcnpsico.com

jueves, 8 de enero de 2009

Las Boludas

Hay momentos en la vida en que me siento identificado con una canción de Serrat: “…de vez en cuando la vida nos gasta una broma, y nos despertamos sin saber qué pasa, chupando un palo sentados sobre una calabaza.” Son situaciones de perplejidad y de no poder creer lo que estás viendo u oyendo. Pero la realidad está ahí y no la podemos negar. Tal vez la sensación de vacío y de perplejidad se debe a que, una vez más, las boludas nos han jugado una mala pasada.
Esas decisiones tontas, imbéciles, boludas; que no solo implican un “hacer”. También están presentes en el “no hacer”, en el admitir. Por ejemplo, cuando te das cuenta de que no te quieren o de que no te siguen eligiendo y sin embargo sigues sosteniendo una relación. Y te sientes el ser más imbécil de la tierra porque en el fondo sabes que no te quieren o que solo quieren una parte de ti, lo que les conviene. Pero con mil justificaciones vanas piensas que valía la pena tener paciencia (decisión boluda), darle otra oportunidad (decisión boluda) o hacerse el tonto: no pasa nada, no pasa nada (decisión boludísima).
En esas situaciones recuerdo un aforismo de Antonio Porchia que decía “han dejado de engañarte y no de quererte y tú piensas que han dejado de quererte”.
Tal vez dejamos que las boludas se apoderen de nosotros porque tenemos un miedo inmenso de quedarnos solos, desamparados.

“Sé que lloraré después,
que jamás te olvidaré.
Sé que cada noche sin tu risa, sin tu voz,
¡cuánto extrañaré tu amor!
Pero es preferible más perderte
a seguir siendo un fantoche
sólo por verte.
No, ¡dejame por favor!
Hoy se rebeló mi amor.”

Tango “Rebeldía” de Roberto Nievas Blanco / Oscar Rubens

Felizmente

Felizmente algunos pudimos comprobar que lo único que mantiene vivo al ser humano es el amor. Alguna vez escuché, por ahí, que vivimos en el siglo de la angustia, del miedo. La gente no se compromete por miedo: miedo al abandono, a la pérdida, y, paradójicamente... a la soledad.
Pero la idea es seguir buscando el secreto que, por ser secreto, nadie lo conoce. Es el camino a ser más humanos, más vulnerables, menos plásticos, más contradictorios. Tal vez el costo sea elevado y tengamos que sacrificar algo de inteligencia en provecho de algo de emotividad.
Seguramente alguno se burle de nosotros. Otros dirán que somos románticos y poco realistas. Pero no son más que buenas defensas ante la imposibilidad. Solo los que tuvimos la suerte de amar, los que supimos "lo qué es morir mil veces de ansiedad" podemos sonreír de costado, guiñar un ojo y sentirnos vivos.
Otros pensarán que estamos locos. Pero solo los niños, los poetas, los músicos van a ser los que nos entiendan. De todos modos, incluso hasta el más impenetrable dispone de un recurso: los sueños. Lo importante: los afectos... y lo que digan los demás está demás.