lunes, 13 de julio de 2009

Temps era temps

Artículo publicado en la Revista Arg Express del mes de julio de 2009

Hemos tenido la suerte, a lo largo de la historia de nuestra especie, de poder manejar algunas variables para interactuar con el medio. Pero no todas son manejables, algunas se nos escapan de las manos. Por ejemplo, el tiempo. Para intentar entenderlo, podemos buscar explicaciones desde la física o desde la filosofía pero la mejor definición la vamos viviendo día a día, hora a hora… segundo a segundo. El tiempo, el implacable –el que pasó, como decía Mercedes Sosa-, nos recuerda constantemente que el presente es una ilusión –a medida que vamos viviéndolo se nos transforma en pasado-, que el futuro es incierto –siempre lo fue, pero si leemos los diarios, lo es aun más- y que el pasado nos determina, nos dice quiénes somos –mal que les pese a los negadores-. Más de uno ha soñado con detener el tiempo pero aun cuando lo lograra, durante ese lapso también habría pasado tiempo. Por otra parte, también hay soñadores que fantasean con volver al pasado… ¡Qué bonito sería! Poder cambiar cosas o corregir errores cometidos por el desconocimiento o por la inexperiencia.
Él, muy sutilmente, nos va haciendo cambiar y nos recuerda insidiosamente lo inevitable: no poder dominarlo. Pero esa sería un visión demasiado trágica o demasiado actual. Hay otra forma de pensarlo, de disfrutarlo.
No sabemos muy bien por qué, pero tenemos la impresión de que el tiempo se nos va pasando, se nos escapa. Seguramente, como en la mayoría de las cosas, hay muchas causas que nos llevan a tener esa sensación. Y los que somos más reflexivos nos detenemos –vaya ilusión- a pensar en nuestro tiempo, en el paso de nuestro tiempo. Otros, lo han hecho con talento, con sutileza, con esa capacidad de decir cosas entre líneas.
“Pienso en los gestos olvidados, en los múltiples ademanes y palabras de los abuelos, poco a poco perdidos, no heredados, caídos uno tras otro del árbol del tiempo (…). Como las palabras perdidas de la infancia, escuchadas por última vez a los viejos que se iban muriendo (…) . Como las músicas del momento, los valses del año veinte, las polkas que enternecían a los abuelos.
Pienso en esos objetos, esas cajas, esos utensilios que aparecen a veces en graneros, cocinas o escondrijos, y cuyo uso ya nadie es capaz de explicar. Vanidad de creer que comprendemos las obras del tiempo: él entierra sus muertos y guarda las llaves. Sólo en sueños, en la poesía, en el juego, (…), nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos.” Rayuela, Julio Cortázar.
Pero claro, en la época actual, presumimos con cierta impertinencia de nuestra juventud; y como los mensajes constantes nos dicen que tenemos que vivir el momento –ciertamente, ciertamente- no pensamos en nuestro tiempo ni en el de los otros. Y cuando vemos que hay otros que son mayores… a veces los ignoramos. No tenemos tiempo para dedicarles. Como si realmente fueran diferentes… porque, en última instancia, como dijo alguna vez Serrat: “la diferencia entre ellos y nosotros es que ellos llegaron antes”.
Pero la ciencia y la tecnología, sumadas a la vanidad del ser humano; han hecho buenos intentos para salvaguardar el divino tesoro: la juventud. Hace poco iba caminando por la calle y me crucé con una señora mayor con varias operaciones estéticas –que eran evidentes- y pensé: ¿qué diferencia hay entre esta señora y otra que no ha pasado por el bisturí? No sé si hay muchas, pero sí hay una que es evidente; salta a la vista: las dos son señoras mayores, una está operada y la otra no.
En la antigüedad, se veneraba a los ancianos. Eran los que tenían más experiencia y poseían la sabiduría de haber vivido más. Algunas cosas hemos heredado de esas sociedades, por ejemplo, en Argentina para ser senador hay que tener como mínimo 30 años (bueno, mucho no hemos heredado…) en tanto que para ser diputado sólo basta con tener 25. Esto viene del Derecho Romano: el Senado estaba compuesto por ancianos, gente mayor respetada por su experiencia y su sabiduría.
¿Pero qué lugar le da a los ancianos nuestra sociedad moderna? Buena pregunta. A juzgar por la situación general de la tercera edad, incluso en los países que poseen un sistema de seguridad social más justo y equitativo, un lugar menor.
En el mundo laboral tener 35 años es estar al límite y si tenemos la mala suerte de haber nacido 10 o 15 años antes: mucho peor. La juventud tiene más éxito. En una tienda es preferible tener a una vendedora guapa, joven y con buen cuerpo que a una mujer madura y con experiencia (aunque sea guapa y tenga buen cuerpo). Desde la perspectiva laboral, las sociedades actuales nos exprimen toda la juventud, se aprovechan de nuestras capacidades cuando tenemos mucha fuerza y luego nos condenan al olvido y a la miseria (pensemos en el salario de una persona jubilada y en el de una persona en actividad).
Resulta llamativo ver como se ha desvirtuado el respeto y la admiración hacia nuestros mayores en las sociedades modernas (sobre todo en las occidentales). Algunos de nosotros quedamos fascinados ante sus relatos y sus anécdotas. Pero hay quienes no les tienen paciencia y consideran “chorradas” esas historias de vida.
Los viejos, nuestros queridos viejos, muchas veces acaban siendo un estorbo y un problema cuando en realidad deberían ser parte de nuestra alegría y aquellos a quienes acudir en los momentos de duda. Y ese lugar que les vamos dando, termina convenciéndolos de que ya no pueden hacer cosas o de que ya no sirven como hace 30 años atrás. Entonces, se nos ponen frágiles, indefensos y acabamos cuidándolos y tratándolos como si fueran niños.
Pero ¿existen evidencias científicas de que el ser humano se pone frágil e indefenso cuando llega a una cierta edad? No, ninguna. Hay cambios, evidentemente, como los hay en todas las etapas del desarrollo de un ser vivo. Pero esas “etiquetas” que la sociedad joven les atribuye no forman parte del desarrollo vital. Los abuelos, los ancianos, la tercera edad (siempre hay formas diversas para llamarlos), muchas veces se nos van apagando porque los subestimamos y buscamos teorías o inventamos explicaciones ingenuas para justificar y demostrar que ellos ya no pueden. Seguramente no pueden hacer muchas cosas pero hay otras que sí. Y aquí surge una pregunta muy interesante: ¿qué es ser viejo? ¿haber nacido hace muchos años? ¿tener el pelo blanco y arrugas en la cara? A mí me surge otra respuesta más convincente: no tener más ganas. Desde esta perspectiva vemos que hay más de un joven “viejo”. Pero ejemplos de gente que llegó hace mucho y que sigue conservando las “ganas” hay a montones, no hace falta ser explícito y decir: “fulanito tiene 80 años y empezó a estudiar una carrera” o “menganito se casó a los 75 años” para que otros digan “¡qué admirable!”. Lo admirable (o lo esperable) sería que la gente se vaya animando y se vaya despegando de esas etiquetas de vejez como algo inútil, que ya no sirve. Qué cambiemos el concepto de vejez como enfermedad o patología por el de otra etapa dentro del desarrollo evolutivo de nuestra vida. Y los jóvenes junto a los que estamos transitando eso que los franceses llamaron “l’âge de raison” tendríamos que ser más flexibles, más alentadores, más respetuosos, más pacientes con aquéllos que, en otro tiempo, fueron nuestros referentes. Ante la imposibilidad de controlar la variable tiempo, podemos darle un rodeo a la idea y dedicarles más tiempo, compartir el nuestro con ellos. En vez de darles un lugar de desamparo, de vulnerabilidad y de dependencia tendríamos que transmitirles admiración y seguridad. Como le contesta Elvira (China Zorrilla) a Mamá Cora (Antonio Gasalla) en “Esperando la Carroza” a la pregunta de si “será la misma húngara”: “Pero Mamá Cora: ¡QUÉ DUDA CABE!”
Alejandro Pignato

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