martes, 31 de marzo de 2009

¿Qué es esa cosa llamada crisis?

Artículo publicado en la revista Arg Express del mes de abril de 2009

Seguimos en crisis y parece que día a día las cosas se agravan. Leemos los diarios o encendemos la televisión, las noticias nos desalientan y en algún momento nos ponemos a pensar: ¿qué es esa cosa llamada crisis?
Todos conocemos el significado de la palabra crisis, a veces no podemos definirlo en forma clara pero seguramente tenemos incorporado el concepto. De todos modos, nunca está demás recurrir a un diccionario ya que eso nos permite unificar el criterio para saber de qué estamos hablando. El lenguaje humano tiene la característica de ser polisémico, es decir que una misma palabra puede querer decir distintas cosas en diferentes contextos. Si consultamos la definición de “crisis” que nos da el Diccionario de la Real Academia Española vamos a encontrar siete acepciones. Sólo tomaremos una de ellas; la que más se ajusta al tema que estamos tratando: “situación dificultosa o complicada”. Con esta definición es sencillo ver que todos hemos pasado en algún momento de nuestras vidas por una crisis.
Pero claro, hay diferentes clases de crisis aunque todas tienen algo en común: son dificultosas y complicadas. A esto podríamos agregar otro aspecto: son coyunturales, es decir se producen en momentos determinados y tienen una cierta duración; no son permanentes. Pensemos, por ejemplo, en la crisis de la mediana edad (antes se hablaba de la crisis de los 40 pero la esperanza de vida se va a alargando y esa crisis se va desplazando). Esta crisis evolutiva se produce cuando llegamos a una cierta edad en la que tomamos conciencia de que estamos entrando en un nuevo período de nuestras vidas. Esto implica salir de una etapa (con la consecuente sensación de pérdida) y estar predispuesto a vivir una nueva (que aún desconocemos). Pero para esta crisis la vida nos ha preparado: vamos madurando, creciendo biológica y mentalmente.
El problema se nos puede plantear cuando surge una crisis inesperada, cuando nos hallamos en una situación complicada y dificultosa, -siguiendo la definición de crisis- que no habíamos previsto. Tomemos como ejemplo el caso en que nuestra pareja se nos planta de frente, un buen día, y nos dice: he dejado de quererte. Si bien podíamos imaginar que las cosas no iban bien en nuestra pareja, no estábamos preparados para que nos dijeran eso, en forma repentina, de golpe.
Si somos responsables con nuestra vida, si aprendemos de nuestros errores y tenemos el firme propósito de trabajar para superar las dificultades que ella nos presenta, la tarea de afrontar una crisis inesperada no se nos planteará como algo insuperable.
Sin embargo, no siempre reaccionamos como “en teoría” deberíamos reaccionar. Y ante un primer ataque (situación de crisis) lo mejor que podemos hacer es defendernos. Un mecanismo psicológico de defensa es la negación. Es inconsciente, no es voluntario. Surge un acontecimiento que me puede perjudicar y lo niego: ella o él me sigue queriendo. Pero a veces los hechos hablan por sí solos. Es cierto que nos gustaría creer en que las cosas no son así, pero la realidad se impone y por más que escribamos largas cartas a los Reyes Magos y nos quedemos despiertos hasta las tantas: no vendrán. O sea que “ella o él no me quiere”. Hay un punto en que mis negaciones dejan de ser eficaces frente a la realidad. Es en ese momento cuando recurro a mi verborragia y a mi memoria para acordarme de toda su familia: “¿cómo me vino a hacer esto a mí? ¡Con lo tanto que la o lo quería!” O sea, ante un hecho que me supera, mi primer mecanismo fue negarlo. Luego, cuando por fin tomo conciencia de la realidad, me enfado y saco toda la rabia afuera. Y en este momento tendré que apelar a todos mis recursos para ver en qué medida esta nueva situación –han dejado de quererme- me perjudica y cambia mi posición en la relación. Es decir, ver y analizar por qué hemos llegado a este punto, qué ha pasado y qué es lo que sucederá con esta relación –si es que “realmente” han dejado de quererme-.
Pero cuando tomamos conciencia de la gravedad de la situación, de que si la otra persona ya no me quiere, las cosas han cambiado y ya no será lo mismo que antes, aparecen la tristeza y la angustia. Lo que era una relación normal con sus altibajos corre el riesgo de desmoronarse y eso nos produce angustia. Nos ponemos tristes.
Y como decía Serrat: “Bienaventurados los que están en el fondo del pozo porque de ahí en adelante sólo cabe ir mejorando”. O sea que si ella o él no me quiere pues habrá que reconstruir todo de nuevo y ver en qué situación estamos para salir adelante: ya sea para ver qué podemos cambiar y reconquistar su amor o para ir pensando en que nuestra relación ha llegado a su fin.
Así es como habitualmente reaccionamos ante una crisis los que intentamos mantener una cierta coherencia en nuestra vida. Y digo una cierta coherencia porque es muy difícil mantener una actitud de coherencia total en una vida llena de contradicciones. Pero eso no quiere decir que no apuntemos hacia la coherencia. Buscar un cierto equilibrio entre lo que pensamos y lo que hacemos, se acerca a un estilo de vida saludable.
Y podríamos pensar que la crisis global por la que está pasando el mundo y que nos involucra a todos, puede ser analizada de la misma manera. Ante los primeros indicios de crisis el primer mecanismo de defensa que utilizamos es la negación: “no hay crisis”; “es un invento de los medios masivos de comunicación”; “a mí no me va a afectar”; etc.. Luego, cuando tomamos verdadera conciencia de lo que está sucediendo nos enfadamos –con justa razón- y sacamos toda la rabia afuera. Empezamos a atribuir culpables y a insultarlos –aunque no creo que eso solucione nada, pero uno se siente más descargado-. Es una buena forma de procesar lo que nos pasa en ese momento. Nos sentimos como Carmen Maura en “Mujeres al borde de un ataque de nervios” cuando sale del despacho de la abogada feminista: “me voy mucho más tranquila”. Pero descargarnos no soluciona las cosas ni cambia la situación. Es en ese momento cuando tomamos conciencia de que también estamos implicados, como ya dijimos en otra ocasión, al menos como damnificados. Y nos tocará entonces ver en qué medida nos afecta y de qué recursos disponemos para enfrentar la nueva situación, que, como ya hemos dicho, es “dificultosa y complicada”.
Como cuando nos dábamos cuenta de que, quizás, no nos querían y de que corríamos el riesgo de perder una relación, en el caso de la crisis global también nos deprimimos. La incertidumbre, el miedo a perder cosas o a que no podamos enfrentarnos a la nueva situación, nos produce angustia. Pero no podemos quedarnos en la angustia y no hacer nada. Por una cuestión de supervivencia tenemos que hacer algo. Para ello empezaremos analizando y evaluando en qué medida esta crisis nos afecta y qué camino podemos tomar para ir superándola. No olvidemos que, además de ser situaciones “dificultosas y complicadas”, las crisis son coyunturales, no permanentes.
La experiencia nos resulta de gran ayuda para enfrentarnos a situaciones nuevas. Y si hemos ido superando las diferentes crisis que nos van apareciendo en la vida tenemos que recurrir a nuestra experiencia y a nuestra capacidad de adaptación para resolver las dificultades que puedan surgir en esta nueva situación.
No necesariamente los cambios que se van produciendo nos dejan en una situación peor. En muchas ocasiones, tras tiempo y esfuerzo acabamos en una posición mejor o diferente (lo que traerá aparejado nuevas expectativas y necesidades). Tal vez, de lo que se trate es de estar predispuesto a ver las cosas desde la nueva perspectiva y aplicar el ingenio y la creatividad para seguir viviendo, creciendo. Por lo demás, todo pasa y todo cambia. No olvidemos que “de vez en cuando la vida, nos besa en la boca y a colores se despliega como un atlas” (J.M. Serrat).
Alejandro Pignato

martes, 3 de marzo de 2009

Inmigrados

Artículo publicado en la revista Arg Express del mes de marzo de 2009

La mayoría de los argentinos tenemos origen europeo, más específicamente de España y de Italia. Hay una frase muy conocida en Argentina: “¿De dónde descienden los argentinos?: De los barcos”. Nuestro país, fue construido por inmigrantes. De hecho, prácticamente no tenemos apellidos “autóctonos”.
Los movimientos migratorios, en general, se deben a problemas económicos. La gente se va de su tierra para buscar mejores horizontes. En Argentina los movimientos migratorios más importantes se produjeron a finales del siglo XIX y a principios del siglo XX. Es la época en que llegaron nuestros abuelos y bisabuelos. Iban a hacerse la “América”, algunos se la hicieron y otros (la mayoría) sobrevivieron como trabajadores de clase media. En muchos lugares del Gran Buenos Aires hay casas mal construidas, poco prácticas. ¿Cuál es el motivo? ¿Había malos arquitectos? No. El problema es que esas casas fueron construidas por inmigrantes que trabajaban de sol a sol y cuando llegaba un día de descanso construían la casa ellos mismos, sin tener la menor idea de arquitectura.
Durante mucho tiempo, Argentina fue un país receptor de inmigrantes. De ahí que muchos de los argentinos de una cierta edad recordemos aquella frase de la escuela primaria: “Argentina, crisol de razas”.
Entonces, una tarea ardua fue la de construir una identidad. No fue fácil. Nos achacan muchos calificativos, algunos simpáticos y otros… bueno, dejémoslo ahí. Pero con tanta mezcla de culturas resulta un poco difícil ir construyendo una identidad… quizás sea por eso que enseguida tenemos que sacar a la luz el tango, el dulce de leche, el asado, la birome y el colectivo (ah… y las huellas dactilares).
Hace tiempo atrás, en un programa de Televisión Española (Versión Española), hicieron un reportaje a Daniel Burman, el director de “El Abrazo Partido” y la conductora del programa (Cayetana Guillén Cuervo) comentó que le parecía interesante la multiculturalidad que aparecía en la película. Burman contestó que no había sido hecho de manera expresa. Simplemente era lo que él había vivido cuando era chico. En la “Galería” estaban el moishe, el tano, el armenio, el gallego… y nadie se peleaba con nadie (bueno.. seguramente había excepciones). Entonces, resulta extraño ver que, en algunos casos, se toma una actitud discriminadora. Pero si hacemos un poco de historia, si nos remontamos a la Argentina de los años 20 del siglo pasado, vamos a ver que uno de los mayores problemas era el de la inmigración. Si estábamos mal era por culpa de los inmigrantes (pobres… ¡y mi abuelo seguro que no tenía nada que ver!). O sea que la imagen de una Argentina benévola con los inmigrantes… no es totalmente cierta.
Pero en la actualidad esto ya no sucede… (con algunas excepciones, claro); porque ya hemos ido construyendo esa identidad tan anhelada.
Pero (y esto tal vez lo hayamos heredado de los gallegos –los de Galicia-), nos hemos transformado en nómades. Muchos de nosotros hemos migrado a Europa, a encontrar las raíces, a hacernos la Europa, a comer un buen pulpo, o unos buenos calçots (en época de temporada, claro).
Entonces, me animé, me compré una valija bien grande, compré un billete y hace poco más de 7 años me vine para Barcelona. La primera semana tenía la impresión de estar viviendo en una película de Almodóvar. Luego, poco a poco me fui adaptando, conociendo expresiones, aprendiendo costumbres (no muy distintas a las nuestras) y buscando las equivalencias. Recuerdo que un amigo que vino a vivir a Barcelona en los ochenta, recién llegado fue al Corte Inglés a comprar una “campera de corderito”. Después de un rato de dar vueltas llegaron a la conclusión que lo que él quería era una cazadora de borrego. También me ocurrió quedar estupefacto al ver que una compañera de mi primer trabajo en Barcelona dijo que estaba “constipada” –estreñida, en Argentina- y pensé: ¡Qué bien… yo no lo diría así, tan fácilmente… es más, me moriría de vergüenza!
Siempre queremos diferenciarnos, incluso dentro de una misma cultura. Seguramente una persona de Girona intentará distinguirse de una persona de Barcelona o de Lleida. Y lo mismo sucede en Argentina. Un entrerriano no creerá que es igual que un catamarqueño. Es como si quisiéramos buscar puntos para distinguirnos y demostrar que somos diferentes; cuando en realidad, lo más provechoso sería usar justamente esos puntos de “diferencia” para complementarnos, para enriquecer nuestra cultura y la del otro.
Entonces, a medida que vamos incorporando aspectos relativos a la cultura catalana, nos vamos sintiendo menos “sapo de otro pozo”; vamos entendiendo y vamos compartiendo. Los inmigrados que llevamos un cierto tiempo en tierras catalanas ya sabemos que para el 1 de noviembre toca la castañada y los panellets. No nos llama la atención pasar por la Plaza Sant Jaume un domingo y ver gente que está bailando la sardana. “Cogemos” el autobús o el metro y ya no sonreímos cuando tenemos que hablar con la señorita “Concha”… y si justamente la tal señorita Concha es una pija; no nos parece un contrasentido.
Claro, pero no solamente somos una esponja que absorbe aspectos culturales locales, también transmitimos los nuestros. Ya casi no hay catalanes que pregunten qué es un asado de tira con chimichurri en la carta de un restaurante. Y en buena parte de las heladerías barcelonesas podemos disfrutar de un helado de dulce de leche…. ¡Hasta el supermercado del pakistaní de al lado de mi casa vende yerba Rosamonte!
Estos intercambios de costumbres y hábitos forman parte de la integración en una sociedad que nos acoge. Y los que llevamos tiempo por aquí ya hemos dejado de ser “inmigrantes” para ser “inmigrados”; como lo fueron nuestros abuelos y bisabuelos en Argentina. Seguramente tenemos menos dificultades que extranjeros de otros países, la cultura catalana y española no son diametralmente opuestas a la cultura argentina.
Sin embargo, muchas veces vemos que algo no funciona en alguna de las partes. O bien hay gente que no está muy dispuesta a integrar a un inmigrante o bien vemos que hay grandes resistencias para aceptar aspectos importantes de la cultura catalana. El idioma es uno de ellos. Hay mucha gente (argentina y de otros países) que se niega a hablar o, al menos, intentar entender el catalán. Y esto se transforma en una gran dificultad porque la lengua catalana es un instrumento de identificación social muy importante. No se trata de ser un experto en lengua catalana, sólo mantener una cierta predisposición para entender e incorporar aspectos importantes de la cultura catalana. Y en algún sentido, en la medida en que aprendamos catalán, estaremos colaborando para que la lengua no se pierda. Pensemos que, como dice un amigo mío castellano, si se pierde el catalán, no se pierde una lengua para Catalunya, se pierde una lengua para la humanidad.
Pero también es cierto que en ocasiones no hay una buena predisposición para integrar al inmigrante. Y en este punto la lengua catalana puede funcionar como un impedimento. Me ha pasado estar con catalanes, hacer un esfuerzo por entender cuando hablan muy rápido y al cabo de unos minutos tirar la toalla y encerrarme en mi mundo. ¿Y qué implicaría de parte de un local la integración de alguien que no se entera de lo que están hablando porque hablan muy rápido o porque utilizan una jerga particular? ¿Cambiar de idioma? No, no necesariamente. Pero sí, mirar al que tiene cara de perdido y preguntarle: ¿entiendes?
Integrar a un inmigrante implica una relación social en la cual participan dos partes: el que integra y el integrado. Y ambas partes son responsables de que esa integración se lleve a cabo con éxito. Cuando llegamos aquí, pasamos por diferentes etapas. La de reafirmar la decisión de vivir en una nueva ciudad, en un nuevo país; la de buscar las diferencias para no angustiarnos y sentir que perdemos cosas de nuestra cultura y la de relajarnos y estar predispuestos a sentirnos integrantes de la nueva sociedad. Así lo hicieron nuestros abuelos y bisabuelos. Por eso, los inmigrados nos sentimos a gusto y ya hemos incorporado parte de esta tierra y de esta cultura como la nuestra… y si alguno de los que lee este artículo aprovecha el fin de temporada de los calçots: “Apa nen! Que aprofiti!”