jueves, 30 de septiembre de 2010

El Recuerdo

“Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoría, señor, es como vacíadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.” Jorge Luis Borges, “Funes, el memorioso”.

La memoria es, tal vez, una de las capacidades más importantes que tenemos los animales. Nos permite aprender y poder interactuar con el medio en el cual vivimos. Los humanos nos distinguimos, entre otras cosas, por la capacidad de evocar. Claro, pero también podríamos preguntarnos ¿para qué sirve? ¿podríamos vivir sin memoria? ¿podríamos vivir sin olvidar?

Sin recordar estaríamos muy perdidos, como Doris, la pez de "Buscando a Nemo", que tiene problemas con la memoria de corto plazo. Pobre, tiene que aprender todo constantemente... vaya gasto de energía. ¿Y si no olvidáramos? Acabaríamos como el pobre Funes, el memorioso.

¿Pero por qué los recuerdos son tan importantes? ¿Y por qué muchas veces nuestro inconsciente se empeña en ocultarlos, disfrazarlos y condenarlos a un estado de latencia que no merecen?

Una explicación válida podría ser que olvidamos los recuerdos dolorosos pero hay algo que no cuadra. También olvidamos cosas que nos hicieron bien y que nos dicen un poco quienes somos. Puede ser que olvidemos por temor. Temor a que aquel pasado sea peor que el presente. O tal vez mejor. Quizás olvidamos por miedo a que lo que viene nunca iguale a ese momento, ese instante en que fuimos felices.

Lo cierto es que hay gente más memoriosa que otra, como Funes, o como tantos otros. Yo fui muy memorioso pero ahora tengo la impresión de que, a veces, me pierdo en los recuerdos. ¡Y me lo paso tan bien! Aunque hay momentos en que los recuerdos se me escapan y en otras ocasiones, insidiosamente, se me imponen e intentan jugarme una mala pasada.

Pero no nos engañemos, la memoria debe mantenerse viva, en los pueblos y en cada uno de los que los conforman. No en vano hay quienes luchan por mantenerla viva a pesar de que otros minimizan las cosas y las desvalorizan con el pretexto del futuro o de vivir el presente. Un futuro o un presente diseñados a su conveniencia. ¿Qué sería de un pueblo si no existiera gente que intenta mantener una memoria? ¿Qué sería de un hombre o de una mujer si no se reconociera en su historia?

Creo que nada... o poca cosa. Por mi parte, intento relajarme y dejar que esos recuerdos fluyan. A veces los busco en vano, otras compongo imágenes a partir de datos que me aparecen. Pero hay momentos en que no puedo dejar de evocarlos y de disfrutarlos. Como los mates de la abuela Rosa, la voz de la tía Dílma en el contestador, cantándome el feliz cumpleaños antes de que se me fuera, el banco de la estación de Morón en el que esperaba junto mi abuelo a que viniera a buscarme mi vieja, las pizzas de Gisela, Lucy cantando y bailando en el mar en Valeria, la espera a Ricardo en La Paz mientras él me esperaba en La Academia, los ojos llenos de lágrimas de la abuela cuando llegué de mi primer viaje a Paris, la voz de Agustín cuando tenía dos años en el teléfono diciendo "¿Lola lale?", un autobús que parte de Concordia a Buenos Aires y Pablo despidiéndome, el café turco de Jacquie, la carta de Ale diciéndome que éramos de la misma "calaña", la palabra "espectacular” de Leo, la risa de Leo (ncito), encontrarme en el Alto Palermo con Marcela, los guisos de la Repetto, la pregunta “¿a vos te gusta? de Pablo, el “vamos a ver” de José Luis, el “ahistá” de Frankie… tantas cosas que para un lector ingenuo no significan nada y para mí tanto...

Pero seguramente a aquel o a aquella que se anime a leer estas palabras, le vendrán a la memoria aquellas pequeñas cosas, que nos dejó un tiempo de rosas, en un rincón, en un papel o en un cajón.

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